Mi padre y el color de mis pinturas
por Jorge Garnica
Estoy observándome sentado sobre las piernas de mi padre en el pasillo de una vieja casa con muchas puertas; mi madre me toma en sus brazos y me lleva hasta una habitación. Es la pieza de su amiga Blanca Mamaní.
Estamos frente a un espejo, ríe... Vuelve y le pide a mi padre que cante nuevamente la canción con la cual la enamoró. “Dale Rómulo... ”, exclaman a coro las mujeres.
Mamá lleva por primer nombre María, tiene varios más que recuerdan a otras integrantes de mi familia materna, por lo general tías, ya muertas al nacer ella.
Papá fue un músico intuitivo y se las arreglaba bien con varios instrumentos. “Tengo que ponerme a estudiar un día de estos”, repetía con real modestia, agachando la cabeza mientras sonreía; su gesto típico, provinciano. Y cantó Merceditas.
Se amaban; habían escapado juntos para casarse cuando sólo contaban con dieciséis años. Ella hubiera preferido llamarse Mercedes como la mujer del chamamé, aun por sobre la letra de la historia.
Este es el primer recuerdo que me viene a la mente cuando pienso en mi padre, no observo el mundo desde su regazo masculino sino que por fuera de la escena familiar registro el momento con mirada fotográfica. La imagen tiene en mi mente el tono grisáceo de mis sueños; en perspectiva ausente, a distancia.
La amiga de mi madre vivía en un modesto hotel de la calle México, en San Telmo, El Lion, también mis padres habían vivido allí cuando eran novios; y allí mismo se casaron y festejaron la boda con todos los habitantes del edificio.
Durante un año trabajaron duro, papá tocando en los bares de la calle 25 de Mayo y mamá limpiando en “casas de familia” , cuidando enfermos y leyendo para los “no videntes”; a quienes se resistía llamarlos ciegos.
Un año después se trasladaron al sur, habían comprado un terrenito de los que remataba una inmobiliaria llamada Fiorito y allí con la ayuda de unos curas que conocían construyeron una casa lo más cercana a sus ideales. Tenía que tener árboles –un limonero y un naranjo-, una pequeña huerta, un jardín con rosales que incluyera un grupo de enanos de cuento (uno de ellos con una carretilla cargada de pensamientos) y una hornacina para Santa Rita; disfrutaban de su anhelo. Nací en esos días.
Crecí corriendo por las calles de tierra perfumadas por las plantaciones cercanas y vi el campo convertirse en caseríos y éstos en barrios. Jugué en los patios de todas las casas del lugar con mis amigos ocasionales y despertamos a la vida juntos cada atardecer. Niños y niñas libres por los baldíos.
En las fiestas, cualquiera sea, venían a casa muchos parientes y amigos, traían regalos, dulces caseros y tortas para la hora del mate. La mayoría eran músicos y siempre me subían a una silla para que cante, nunca sabré si lo hice bien o mal lo cierto es que me aplaudían y eso me llenaba de gozo. Era ingenuamente feliz.
Mi madre quería que yo cantara y tocara la guitarra profesionalmente, que no fuera un improvisado, que estudiase.
Ocupado con contratos en fiestas o en ensayos para grabaciones papá estaba poco en casa. Así fue que mi madre sin consultarlo le pidió a un amigo de la familia que me iniciara musicalmente. Yo hubiera preferido dibujar, ser como ella. Todos en la familia tenían dibujos hechos por mamá, especialmente retratos de hombres viejos con barbas espectaculares, a las que “se le podían contar los pelos”, aseguraban.
Pero comencé a tomar clases de música con el profesor Barbó. Su verdadero nombre era Sebastián Barbagallo pero él lo detestaba; decía que no reflejaba su personalidad de artista. Una placa de bronce reluciente adornaba la entrada del chalecito donde vivía y lo destacaba como: “Profesor Barbó, canto y guitarra”. Bajo, regordete y con un bigotito “cepillo” reía sonoramente al tiempo que desplegaba todo su gracejo con un repertorio de muecas para distenderme e interesarme en su arte, “¡Bien, muuuy, muuuy bien”, repetía; su boca se comprimía como si mascara algo sabroso.
Pasé muchas tardes con aquel hombre voluntarioso pero nunca aprendí a solfear ni vocalizar y aunque la paciencia de mi instructor parecía inagotable, no progresábamos. Pude interpretar apenas algunos temas con dificultad y mucho esfuerzo. Al entonar una canción sentía un pudor progresivo, incontrolable, que tomaba mi voz, ahogándola. Mi cuerpo por esos años comenzaba a cambiar, me sentía ajeno. Merceditas era el tema obligado a cantar y no había mejor versión que la de papá, se leía en las expresiones de mis familiares; llegué a odiarlo. Tuve un período de incertidumbre y abandoné la música.
Un día mi padre, hombre robusto y sano, contrajo una misteriosa enfermedad, estábamos desorientados. Comenzó a tener mareos y su vista lo traicionaba, al poco tiempo quedó ciego. La vida se hizo más sombría en nuestra casa, durante las fiestas papá se ocultaba en su dormitorio y pasaba la mayor parte del tiempo escuchando noticias trágicas en las radios sensacionalistas. Los años que siguieron fueron silenciosos y sólo cuando la casa quedaba vacía –únicamente para él- tomaba su viejo bandoneón desgranando alguna melodía melancólica y al percibir que alguno de nosotros regresaba, dejaba el instrumento para encerrarse nuevamente en su silencio. Hasta su muerte.
Por esos años de adolescencia y –con mi padre aun en vida- comencé a tomar clases de dibujo con Don Pina, un carpintero nacido en el Uruguay, conocido en la zona por ser pintor en sus horas libres. Paisajes bucólicos de valles bañados por el sol en amaneceres, puentes, cercas y animales en libertad conformaban su imaginario. Había logrado venderles a muchos vecinos sus cuadros y por lo tanto era el referente inevitable al momento de pensar en artes plásticas por aquel rincón del mundo.
Mi maestro –así le gustaba ser nombrado- era un hombre alto y rústico, de pulcro peinado; repartía sus horas en las dos actividades que lo ocupaban, su taller era una mixtura entre atelier y aserradero.
Su vida había sido prolífica en hijos, producto del matrimonio con una mujer de origen toba, Doña Rosa Mellada, dicen fue: bella y frágil; cosa del pasado. Los niños -siempre descalzos- rodeaban a su padre mientras él trabajaba con las maderas, eran conocidos como los Pinitas. Severo el hombre, hacía que todos estuvieran ocupados, nadie podía estar quieto. Cuando daba su clase de pintura, sólo quedábamos en el taller él y yo, los chicos debían marcharse.
“Pintar es como armar una silla” y con esta sentencia –invariable- flotando en el ambiente comenzábamos a trabajar en “bocetos de imaginación”, escuchando música clásica que partía de una vetusta radio a válvulas marca Franklin.
Una de aquellas tardes al comenzar la clase le comenté a mi maestro que quería escribir, yo estaba entusiasmado con la lectura, luego de que fuera nombrado bibliotecario en mi escuela. Sin mirarme Don Pina me contestó con su acento uruguayo más grave: “¡Sigue tu trabajo... pinta lo que quieres escribir... !”.
Estuve con él tomando clases durante dos años hasta que un accidente, con la sierra eléctrica , hizo que mi maestro perdiera tres dedos de su mano derecha. Aquella tragedia cerró nuestra relación y abrió, definitivamente, su camino de pintor para el resto de su vida.
Años después fui a una academia de arte en el barrio de Constitución, comencé a desandar mi vida pueblerina e inicié el tránsito hacia otra realidad. La música folclórica me avergonzaba y la clásica me aburría; lucí un raro peinado –nuevo- y empecé a frecuentar autores literarios que desconocía hasta entonces: la inocencia quedó atrás. Hice otras amistades, otras melodías me acompañaron, adquirí un oficio de pintor que requiere siempre de una mirada alerta y que sólo da sosiego en la soledad de un estudio. Sin embargo mis pinturas siguen con el tono de mis recuerdos y el color de aquellos días; inventario amoroso. Me reconozco en lo que pinto... algo en lo que mi padre nunca hubiera podido destacarse.
febrero y junio de 2006.