La guerra y lo humano

 

 

                                                                             Por Jorge Garnica

 

 

      Cándido López (1840-1902), es sin duda un pintor de excepcional originalidad, unido por su arte a nuestra joven historia. Inició su carrera artística como fotógrafo y daguerrotipista, en 1858, con el pintor y fotógrafo Carlos Descalzo. Este conocimiento le resultaría fundamental en su vida artística. Conocedor profundo de encuadres –obsesivo-,  tuvo a partir de aquella técnica primigenia, el saber necesario para captar el instante; recorrió pueblos y ciudades como retratista. Las extensiones de la pampa húmeda fueron, sin duda, sus primeros encuentros con la naturaleza. Él en la experiencia del viaje autotransformador; romántico sin saberlo. El dictum del imperativo ético de su tiempo: ir hacia lo inconmensurable para convertirse en eso, cobraría sentido en sus traslados. Nómade hasta el final de sus días.

      Ante la imposibilidad de viajar a Europa para formarse, comienza en Buenos Aires tomar clases en 1863, con el pintor Ignacio Manzoni, realizando sus primeras armas en la pintura de caballete y mural. También concurrió al atelier del muralista, Baldasarre Verazzi, discípulo del pintor romántico Francisco Hayez, quien lo aleccionó en el tratamiento del color, el dibujo y perspectiva. El concepto del muralismo lo acompañó a lo largo de toda su producción; didactismo visual y teatral aplicado a sus futuros cuadros de batallas.

    

     Instalado definitivamente en la provincia de Buenos Aires y enterado de que el país entró en guerra contra el Paraguay, en 1865, se alista por sentimiento patriótico; con el grado de teniente segundo. Más tarde pasa al Batallón del Cuerpo Primero del Ejército y de allí al frente de batalla.

      Soldado y artista, llevó en su equipo lo necesario para realizar bocetos. El retratista se transformó en paisajista del horror. Cruces de ríos, embarques, campamentos, refriegas, heridos; todo lo bosquejaba. Así, escenas de conflagraciones en Yatay, Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón o Curupaytí, quedaron en el imaginario social gracias a sus registros. Lo bello conviviendo con lo siniestro.

      A diferencia del artista romántico clásico, que anhelaba perderse en la naturaleza de la existencia humana, Cándido López entraría a la historia del arte de América documentando la crueldad de un conflicto que sólo buscaba anular la continuidad del crecimiento de la nación paraguaya; suprimiéndola. La naturaleza humana era despedazada por estrategias bélicas y políticas; secuelas de la revolución industrial. Para los intereses de las naciones industrializadas lo humano es contingencia que no merece atención.   

 

     En septiembre de 1866, en el asalto de Curupaytí, López pierde su mano derecha y luego sufre la amputación del brazo. Superado este amargo trance, se dedicó con pasión a la pintura, iniciando una paciente reeducación de su mano izquierda.

      De regreso de la guerra contrajo matrimonio y comenzó a pintar aquellas escenas que lo habían marcado, alternando sus horas de trabajo de puestero con las de pintor. Su paleta se tornó precisa, ajustada al tema que abordaba, reguló el uso del claroscuro; alternándolo con una paleta de luz argentina, confiriéndole un tono regional. La riqueza de color exhibida en sus naturalezas muertas demuestran con claridad que no era un negado en su oficio y mucho menos un pintor naif, como se suele afirmar indebidamente. Las obras de los combates que plasmó al óleo, exhiben expresividad compositiva y el ajuste luminoso necesario. Son “láminas” evocativas, pantallas por las que el pintor mostró su lado humano. Concepto romántico, afirmado en el carácter de sus pinturas.

 

     Las batallas documentadas por Cándido López están regidas por el valor testimonial de su mirada, nada tienen que ver con los registros históricos que, desde las instituciones, se les han querido conferir. No había un deber documental, esto es secundario en él; y si lo hubo, fue el alma del artista la que primó en su singular relato; hondura ética antes que épica. Imaginación.

      El arte legitima esta operación. Gracias a la intervención del artista, que libra en el  proceso creativo una contienda metafísica, lo histórico-narrativo sucumbe para generar un nuevo paradigma, donde la comprensión de los hechos será apreciada desde un nuevo posicionamiento moral. Aquella primera mirada de artista, transcurrida en situaciones límites, se elevó en su presente, religándolo en su cosmogonía personal; seguramente un paliativo de angustias secretas.

 

      Los campos de batallas son metáfora plástica, potenciadas en el campo visual expuesto en las composiciones: la alteridad del punto de vista -imposible según la geografía de los sitios registrados-, da cuenta del distanciamiento especular al que sometió su memoria para narrar su verdad.

      La lectura que hoy se hace de aquella  producción la analizamos con la rica perspectiva actual; mirada moderna, contaminada, posmoderna; en muchos casos interesada.

      El arte actual, en su diversidad, le sigue otorgando a lo humano un sitio especial. No es la retórica académica (reglas del buen decir), lo que se debe atender al momento de pensar el arte, sino una aproximación a la matriz que anida en un objeto; y qué documenta este, buscando por todos los medios ser objetivos, aunque esa objetividad sea conciencia de que no podremos abordarla plenamente.

 

 

      El romanticismo con su querella a la razón trazó vectores fundamentales que llegan hasta nuestros días. Ya el surrealismo, a principios del siglo XX, fue deudor; también el expresionismo…

      Si pensamos que toda expresión artística, es producción humana y respetamos sus alegatos, bastará para entender que el arte –su poética- tiene como sustento básico, un discurso de disconformidad respecto de nuestra existencia. Los objetos documentan el tránsito por regiones meditativas bajo la forma de pinturas, esculturas, música… Son signos.

      El sistema capitalista, ha llevado al campo de la celebración gratuita a las expresiones artísticas; pero no todo lo que circula en el espacio del arte, merece ser visto como tal.

      Una vez terminada la guerra de Irak, el ejército norteamericano reclutó –una vez más- a marines pintores que regresaron con vida del campo de batalla. La finalidad era mostrar la mirada humana de la guerra y la preferencia para tales fines fue la figuración. Se comprende el “… para que la gente entienda”. Tosco y efectivo argumento que bien le conocemos a los reaccionarios de todas las latitudes.

      También, luego de la Segunda Guerra Mundial, hubo artistas que sublimaron el espanto de la muerte, algunos contratados por instituciones y otros lo hicieron por catarsis personal. Se destacaron Otto Dix, Fernand Léger, Félix Valloton, Paul Nash; entre otros. Lo exhibido fue un catálogo  de iniquidades.

 

 

      Cándido López pintó sin intermitencias, fue un artista secreto y provinciano, que exprimió sus bocetos y apuntes de campaña, diseñando febrilmente sus series de la guerra del Paraguay. Había realizado veintinueve óleos, del casi centenar que tenía planeado, cuando el Dr. Quirno Costa  se cruzó por su vida y lo instó a exponer en Buenos Aires. Finalmente en marzo de 1885 expuso en el Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires. Una comisión presidida por Rufino Várela informó durante la inauguración: "La Comisión no pretende presentar los cuadros del Sr. López como una sobresaliente obra de arte, pero la opinión de todos los que la componen es que, además de sus buenas condiciones artísticas tienen un elevado e indisputable valor histórico." La exposición no tuvo mayor repercusión pública; pintorescamente lo llamarían El manco de Curapaytí.

     Argentina crecía económicamente y el gusto de los porteños encontraba, en la estética europea, las coordenadas para sus anhelos de protagonismo social. Los monumentos y los  personajes románticos consagrados en Paris ocuparían la atención del stablishment.

 

 

    Cándido López encuadra perfectamente en el paradigma del artista romántico. Renegó silenciosamente del academicismo, no fue mundano como sus colegas

 –vivió siempre en puestos de estancias o pueblos alejados- ; sólo se circunscribió a su gran proyecto personal y tuvo un reconocimiento discreto y tardío. Su obra no está emparentada con el naturalismo francés,  ni con el verismo italiano y mucho menos con el neoclasicismo ostentoso de los pintores épicos de su tiempo. Su arte constituye su propio manifiesto.

 





 

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