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Por alguna razón, que por lo general desconocemos, al pintar elegimos un tema. Puede ser una flor, un paisaje… y lo cargamos de sentido. Es flor, paisaje u objeto "X", porque nos lo susurraron a la piel; no recordamos cuándo. Y junto a esos nombres se mezcló el nuestro, y las palabras “te quiero”. Nos fue dicho por el cuerpo de una mujer, alcanzado a nuestros oídos con gradación amorosa. ¿Quién supervisó aquel encuentro, esa “bajada de información”? ¿Cuál habrá sido el "formato" inicial”?

Ahora pintamos un cuadro, las formas pueden ser abiertas o cerradas. En mi situación personal las prefiero cerradas; sé que no ha sido una elección libre, pero he decidido dejarlas en su lugar de misterio.

Los pintores trabajamos con imágenes que son palabras, aunque nos cueste admitirlo. Lo habitual es que sean imprecisas, incómodas, en muchos casos indecibles, apenas balbuceos. Es allí en esa zona difusa donde aparece “lo poético”. En la pintura y en toda disciplina artística no se presenta por medio de un código fijo, ni demanda de formas definidas que lo contengan, está dado por la sola percepción metafísica que surge del encuentro con lo real. Hay una fascinación secreta en el campo emotivo, en lo seleccionado; que se con-funde con el biodrama personal: lo único que el artista porta. Está desnudo frente a su vida y traerá un relato de su tránsito por los límites, la instrumentación de esa experiencia es un acto social.

Pinto flores porque me recuerdan un día de Noviembre de 1962, y frente a ellas muchos artistas nos convertimos en sofistas, les damos funciones redentoras, cuando en realidad actúan como espejo. Deberíamos recordar que frente a él estamos solos.

Jorge Garnica, noviembre de 2003.