Contaminatium Pop / por Jorge Garnica
"El medio es el mensaje".
Marshall Mc Luhan
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El Pop Art ha sido, en la sociedad norteamericana, la herramienta adecuada para que ésta disfrutara de una identidad estética, un diseño acorde a la cultura de masas desplegada por las corporaciones económicas; nada tiene que ver con lo popular. Sin lugar a dudas este movimiento ha realzado valores intrínsecos –esenciales- para ese pueblo: la celebración del consumo. A través del arte, la moda, la televisión, las publicaciones y el cine industrial canalizaron este imaginario preconcebido de productos comerciales para venta masiva. Es un arte que no cuestiona, ni problematiza y, esto hay que valorarlo en su contexto epocal, fue codificación novísima para manifestar un quiebre con la tradición estética, que los ataba a la historia del academicismo europeo. De esta manera, la primera potencia mundial, se reinsertó en los escenarios del arte en el período de posguerra, con un nuevo paradigma estético, logrando la adhesión simpática de una parte importante del mundo joven internacional; snobs. Así buena parte de una generación, adhirió acríticamente a las nuevas propuestas sostenidas por los mass media; distanciándose de otras posiciones estéticas. Las vanguardias, hasta entonces marcadas por la utopía, cayeron en el olvido frente a la contundencia figurativa –y festiva- del Pop Art.
El Pop Art, en su momento de mayor protagonismo hizo que las etiquetas de bebidas gaseosas, los pasteles fabricados industrialmente, las señales de tránsito, los semáforos, los enchastres de afiches, los posters de los recitales, la ropa del ejército confederado, etc. , etc.; fueran vistos como objetos de arte. Lo ilusorio –y paradojal- de esta propuesta, es que al tiempo que se declamaba la apertura del mundo del arte para todos, instaló a sus máximos representantes en una región sagrada, la del jet set. Estos popes con sede en Nueva York se convirtieron en referentes obligados para la industria cultural, determinando agendas en todo el mundo. La gente volvió a quedar afuera. ¿La razón? Se debe a que es una propuesta estética de hombres y mujeres con suceso, el brillo le corresponde a los ganadores, no hay espacio para los perdedores.
Un chico de Harlem atesorará la estatuilla de Michael Jackson en su caja original, ahora potenciada por el aura del Pop Art, pero no será como la que el niño rico posee en su habitación: éste contempla a su ídolo en una imagen de tirada reducida –no industrial-, firmada por un star del Pop Art; puede que sea Jeff Koons…
En tiempos de guerra fría, además de espías, los servicios de inteligencia norteamericanos, instalaron un proyecto colonizador para mostrar al mundo los valores de su cultura. Un mundo de satisfacciones. Nada se decía de la discriminación racial, los muertos en Vietnam (sólo abordado desde el costado humano por la industria cultural); o de la Escuela de Las Américas. No se trata de una lectura paranoica de los hechos, sino su comprensión a partir de la producción estética de aquellos años y de lo ventilado, cínicamente, por los mismos servicios de inteligencia estadounidense.
Lograron gobernar nuestros gustos y deseos, generándonos miedos y necesidades, instalando en nuestros cuerpos maquinarias lingüísticas controladoras: un Otro regulador, un alien agazapado dentro del pecho.
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El Pop Art fue, y es, en sus sucedáneos, arte redundante, repetitivo donde lo representado es mímesis de lo consumido, signo diferido, pergeñado en departamentos de marketing.
La estética pop, es lógica que en sus pliegues guarda el veneno de la marca que representa; sublimación comercial. Deviene de procedimientos fordistas que sólo ofrecen serialidad. No hay otredad en su estructura, ya que ésta es arrancada de cuajo desde su matriz. El bienestar no obedece a necesidades espirituales sino a la concreción de metas para el ascenso social. Su esencia es capitalista, responde a ese interés y todo indica que nada modificará ese estado. Ubica al sujeto como agente consumidor –una vez más-, reglándolo con señalamientos y consignas que acotarán sus decisiones. No emitirá opiniones, no cuestionará, todo lo que tiene que hacer es disfrutar, en el tiempo libre pautado; el que se le otorgue. Si llegara a interesarse por el arte, su visión estará conducida por guías de ocio, donde los espacios a conocer serán calificados por periodistas especializados: cinco estrella, cinco solcitos o un pulgar hacia abajo y así…
Es fácil comprender porque hay tantas revistas de moda y diseño: calman la angustia que produce el riesgo de comprar y que alguien nos diga: “… eso ya no se estila”. El cuadro o escultura que llevaremos a nuestro hogar no será distinto del recomendado por un decorador. La publicación y la firma del asesor legitima y caracteriza al objeto, sin importarnos el artista; tornándolo adecuado, desconociendo las preocupaciones que lo llevó a crear ese dispositivo, rimbombantemente catalogado como “obra de arte”. Cuadros, objetos exóticos, livings, acolchados, libros de estancias pampeanas, ejemplares de colección que no nos interesan, el escritorio Luis XV, la mesa ratona posmoderna, baños con tachito de zinc antiguos (recién fabricados), nos harán pensar que tenemos buen gusto. Esto es camp, primo hermano, menor, del kitsch. Estamos enfermos de “buen gusto”. El estilo no es uniformidad, estilo es aquello que dentro una cosmovisión emerge siendo voz propia que no podemos definir. Llega hasta nosotros y se integra a nuestro deseo –o quizás provenga de él-, pone nuestro “sello personal”, devela nuestra identidad en signo; y no otra.
Estas estructuras profundas son consecuencia las décadas que llevamos asimilando codificaciones exóticas. No hay lugar para el deseo propio. De allí el protagonismo de las revistas de vanidades, éstas nos informan de cómo viven los ricos y famosos; modelos que trataremos de imitar, con la frustración consabida, claro.
Debemos comprender que los sistemas de control antes señalados, hace tiempo que están instalados en nuestras vidas; no del mismo modo, pero en un mundo global y globalizador, recibimos señales diferidas, tanto sea a través de modelos educativos, como por la relación empática que establecemos en el uso de las nuevas tecnologías.
Pensemos el ejemplo que nos proporciona el celular modelo Blackberry; es un objeto de deseo mediante el cual somos controlados. Con nombre inspirado en el pasado – blackberry se le llamaba a la bola de hierro, irregular, que llevaban atada en la pierna los esclavos negros- ; hoy éste celular es un medio para controlar empleados y una herramienta para acotar la libertad del otro. Un nuevo grillete que lo ata al trabajo, y no sólo genera adicción lúdica, sino que es un excelente vehículo de información, hace que cualquier persona esté ubicable. Delata cualquier movimiento por medio de triangulaciones. Nuestros correos electrónicos, nuestros gustos, el uso de nuestro tiempo, etcétera. Puro control, llevamos un chip a cuesta y lo asimilamos alegremente. Con un Blackberry en nuestras manos nos sentimos seguros y sin embargo es como andar desnudo y sujeto a un cascote. Picapiedras-Supersónicos.
En tiempos modernos las viejas consignas como “la imaginación al poder”, nos resulta un slongan fosilizado, un chicle dialéctico para el rumiar de chicanas comunicacionales, en boca de informadores a sueldo. ¿Qué se comunica, qué se informa? Se dice lo que es necesario que se piense, a partir de directivas precisas. “Se dijo en la televisión”, o “lo leí en el diario”, bastará para que eso dicho sea verdad. Lo verdadero es que cedimos ante las exigencias, fuimos acríticos y hemos dejado nuestros espacios de participación en manos de consultoras que, de tanto en tanto, nos cuentan cómo va el país y el mundo. Para saber de Ingrid Betancourt, esperaremos que sea invitada a un almuerzo televisivo, para entender la política local esperaremos el domingo para reír con Jorge Lanata, el periodista devenido en cómico; hasta que las velas no ardan.
Le contaré un cuento: Hace muchos años, creo que fue a fines de los sesenta, vi una serie televisiva que se llamaba Rumbo a lo desconocido. A los niños, por aquel entonces, no nos era permitido ver “series de miedo”. Así que me las ingenié para espiar la tele con la puerta entreabierta, y vi lo que no debía ver. Cuando terminó la serie, todos estaban en silencio, sólo se oía ruido de vajilla y el agua correr.
El capítulo hacía referencia a una invasión extraterrestre. Una nave se posaba sobre un pueblo de Estados Unidos y con un rayo, que abarcaba todo el perímetro (¿les recuerda algo?), abduce al poblado. Deja solamente un cráter. Y se lleva a todo el mundo a otro mundo. Por la mañana los pobladores despiertan y se encuentran envueltos en tinieblas; más tarde toman conciencia de que no puede ir a ninguna parte. Los autos no funcionan, tampoco los teléfonos, los televisores y las radios. Al ir hasta la linde, no pueden avanzar; la niebla es más espesa.
Los días pasan y los alimentos se acaban, también empiezan a tener reacciones en la piel: a muchos les ha comenzado a crecer unas protuberancias, algo parecidas a las verrugas. Decididos a conformar un grupo para iniciar una misión de reconocimiento, se juntan los más valientes y parten decidido a confrontarse con lo desconocido. En el camino son interceptados por unos humanoides; parecen hombres de barro. Estos seres monstruosos hablan telepáticamente. Les comunican que los han llevado hasta su mundo, porque ellos ya no podían hacer las tareas que hasta entonces habían realizado. Que por su alto desarrollo de conocimiento no volverían a dedicar su tiempo a tareas sencillas. Los terrícolas serían sus esclavos. También se les informó que lentamente comenzarían un proceso de transformación física: los sirvientes no podrían ser de aspecto diferente al de ellos, ya que los seres de la tierra les resultaban visualmente desagradables. En ese momento me puse a llorar.
La historia termina con los humanos reunidos en la plaza del pueblo, tomados de la mano, en círculo; tratan de contagiarse rápidamente las verrugas. En el final se ven a todos caminando en fila india; van hacia lo desconocido. Se pierden entre las tinieblas y la cámara se detiene en lo bello del firmamento.