El presupuesto del tiempo
por Jorge Garnica
En mi juventud viví en un suburbio del sur, a pocos kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires; el barrio se agotaba frente a nuestra casa, después el campo y el Río De La Plata, nada más.
Cuando mi padre hizo construir nuestra casa centró todo su interés en las ventanas, decía que el valor de una vivienda estaba en la disposición de sus aberturas y la calidad de ellas, así que la construcción era modesta ,hasta descuidada, pero sus ventanas eran bellas en su diseño y posibilidades.
De paredes malamente terminadas mi cuarto daba a la calle pero su ventana era amplia y del tipo americana. Por las tardes de verano la luz entraba calma por los listones; vista desde el interior las tablillas que la conformaban creaban haces luminosos horizontales que semejaban una pizarra virtual. Tenía la costumbre de permanecer inmóvil y desnudo en mi cama, viajaba en sueños de vigilia, la habitación me contenía y así pasaba las horas de las tardes.
Mi memoria escribía sobre la superficie imaginaria creada por las sombras y las líneas brillantes. Imágenes, voces y sensaciones se depositaban sobre esa superficie intangible; ellas aparecían muchas veces vulnerando mi voluntad: el juego del recuerdo, sin orden ni precisión, como suele suceder con toda evocación. Era un relato de superposiciones intemporales en diálogo con mis emociones.
Permanecía recostado, respirando lentamente para poder recorrer mi cuerpo observándome por dentro, sintiendo mis pies, palpándome, expandiendo el aire de mi pecho. Tenía un método para ello y lo había tomado de una novela de viajes que leí en mi adolescencia. Como el método no estaba descripto en la historia experimenté posibilidades, hasta que inventé uno que me pareció probable.
La narración hablaba de la experiencia de un viajero occidental por un desierto de Africa, a fines del siglo XIX. Herido lograba escapar de la persecución de un temible Tuareg que quería matarlo; encuentra refugio en una choza donde vive un anciano ciego y éste lo ayuda a curarse. La comunicación se les hace difícil al principio pero finalmente logran entablar una amistad. El viejo, en el período de convivencia, le enseña a meditar como los chamanes sufíes. El personaje, que pasa muchas horas en soledad mientras el anciano salía a buscar sustento por las calles, permanece estático en un camastro, en parte por la debilidad, en parte por el temor de ser ubicado. Ocupaba su mente en reconstruir su existencia; cuando sus recuerdo se terminaron comenzó a mirar alrededor y las cosas que estaban próximas a él se confundieron con su realidad extranjera, su idea respecto del mundo cambió. Pensó en los materiales con que estaba hecha la choza y concluyó que aunque distintos, no habían padecido procesos diferentes de los que lleva una vida. Entendió su cuerpo como habitat y que éste había sido moldeado con palabras que determinaban la geografía de su carne, así como el madero que sostenía el primitivo techo de paja había sido tallado por una herramienta anónima, cargada de violencia y saber atávico. Ayuno de razón y cansado de mortificación se placía en ver las horas pasar; su breve oasis.
Nunca sabré si el relato se basaba en una experiencia real o forma parte del universo ficcional , sólo tomé lo palpable de aquella aventura literaria, entré en el verosímil, lo hice propio.
Como el héroe de aquella novela descanso -aun hoy- por las tardes en mi cama dejando pasar las horas, reconociendo mi ámbito, buscando, en el placer de pensar. Mis heridas son otras –menos heroicas-, ciegas, imperceptibles, no me persigue sino mi historia y nadie volverá para alimentarme. Desnudo frente a la vida juego a comprender mientras el mundo se desdibuja en gestos que no son literarios, lo real se reparte como esquirlas al abrir los ojos y observar a mi alrededor.
La verdad es construcción que en oportunidades tiene la forma de los caprichos, algunas veces la habilidad de quien quiera imponerla hace que ésta logre un estatuto superior. Cuando más recursos argumentativos se posea más efectividad habrá para convencernos de que ella, no solamente es buena, sino que además es fundamental para la comprensión de la vida.
Lo verdadero, más cercano a lo cotidiano y singular, parecería ser un camino adecuado para una mirada nueva sobre el mundo. El espacio y tiempo de sí mismo como cartografía de un territorio fundante.
Soy pintor y la pintura me brinda esa región para albergue del alma, un lugar donde se puede abordar la realidad con posibilidad ética y un diseño metafísico propio en el cual podamos sumergirnos; desde el tránsito sensual de la materia hasta la disolución del espíritu para su resignificación frente a nuestro momento existencial. Ante el vacío de la tela se presentan las imágenes como en una pantalla (las pienso sempiternas, transfiguradas), toman nuestro cuerpo con su lógica azarosa produciendo vibraciones que , cuando se logran gobernar , traen aparejada la felicidad; luz . El devenir de nuestro imaginario siempre es misterioso, pero no impensable. El cuerpo de un pintor es el receptor de ese torbellino romántico que llega hasta él, con métrica teleológica y tiempo objetivo.
Afuera, detrás de cualquier ventana, una fruta se desprende del árbol que la contiene; con ritmo cae, cerrando su ciclo vital. Nosotros, sabemos que eso sucede y mucha veces, sujetos a una indiferencia solipsista, obturamos la comprensión de ese acto. La mirada ofrece al pensar un hacer y su campo se amplía cuando ésta se desregula de la lógica del tiempo lineal.
Monserrat, febrero de 2006